lunes, 5 de agosto de 2013

    Eduardo Lizalde



    RETRATO HABLADO DE LA FIERA

    1. EPITAFIO
    Sólo dos cosas quiero, amigos,
    una: morir,
    y dos: que nadie me recuerde
    sino por todo aquello que olvidé.
    2. EL TIGRE
    Hay un tigre en la casa
    que desgarra por dentro al que lo mira.
    Y sólo tiene zarpas para el que lo espía,
    y sólo puede herir por dentro,
    y es enorme:
    más largo y más pesado
    que otros gatos gordos
    y carniceros pestíferos
    de su especie,
    y pierde la cabeza con facilidad,
    huele la sangre aun a través del vidrio,
    percibe el miedo desde la cocina
    y a pesar de las puertas más robustas.
    Suele crecer de noche:
    coloca su cabeza de tiranosaurio
    en una cama
    y el hocico le cuelga
    más allá de las colchas.
    Su lomo, entonces, se aprieta en el pasillo,
    de muro a muro,
    y sólo alcanzo el baño a rastras, contra el techo,
    como a través de un túnel
    de lodo y miel.
    No miro nunca la colmena solar,
    los renegridos panales del crimen
    de sus ojos,
    los crisoles de saliva emponzoñada
    de sus fauces.
    Ni siquiera lo huelo,
    para que no me mate.
    Pero sé claramente
    que hay un inmenso tigre encerrado
    en todo esto.
    3
                                Lo he leído, pienso, lo imagino;
                                     existió el amor en otro tiempo
                                       Será sin valor mi testimonio.
                                                    Rubén Bonifaz Nuño
    Recuerdo que el amor era una blanda furia
    no expresable en palabras.
    Y mismamente recuerdo
    que el amor era una fiera lentísima:
    mordía con sus colmillos de azúcar
    y endulzaba el muñón al desprender el brazo.
    Eso sí lo recuerdo.
    Rey de las fieras,
    jauría de flores carnívoras, ramo de tigres
    era el amor, según recuerdo.
    Recuerdo bien que los perros
    se asustaban de verme,
    que se erizaban de amor todas las perras
    de sólo otear la aureola, oler el brillo de mi amor
    —como si lo estuviera viendo—.
    Lo recuerdo casi de memoria:
    los muebles de madera
    florecían al roce de mi mano,
    me seguían como falderos
    grandes y magros ríos,
    y los árboles —aun no siendo frutales—
    daban por dentro resentidos frutos amargos.
    Recuerdo muy bien todo eso, amada,
    ahora que las abejas
    se derrumban a mi alrededor
    con el buche cargado de excremento.

    4.
    Que tanto y tanto amor se pudra, oh dioses;
    que se pierda
    tanto increíble amor.
    Que nada quede, amigos,
    de esos mares de amor,
    de estas verduras pobres de las eras
    que las vacas devoran
    lamiendo el otro lado del césped,
    lanzando a nuestros pastos
    las manadas de hidras y langostas
    de sus lenguas calientes.
    Como si el verde pasto celestial,
    el mismo océano, salado como arenque,
    hirvieran.
    Que tanto y tanto amor
    y tanto vuelo entre unos cuerpos
    al abordaje apenas de su lecho, se desplome.
    Que una sola munición de estaño luminoso,
    una bala pequeña,
    un perdigón inocuo para un pato,
    derrumbe al mismo tiempo todas las bandadas
    y desgarre el cielo con sus plumas.
    Que el oro mismo estalle sin motivo.
    Que un amor capaz de convertir al sapo en rosa
    se destroce.
    Que tanto y tanto, una vez más, y tanto,
    tanto imposible amor inexpresable,
    nos vuelva tontos, monos sin sentido.
    Que tanto amor queme sus naves
    antes de llegar a tierra.
    Es esto, dioses, poderosos amigos, perros,
    niños, animales domésticos, señores,
    lo que duele.
    5.
    Debe el amor vencer,
    vencerlo todo.
    La muerte y la cursilería.
    Vence a los leones locos el amor,
    lo vence todo.
    La sintaxis,
    los corchos apretados,
    el tránsito y las ulceras.
    Y vence la desgracia del ratón sin muelas,
    la miseria del diente sin castores,
    la del castor y el diente sin carpintería.
    Todo lo vence, compañeros,
    vence a la muerte, ciudadanos,
    porque es la muerte él mismo.
    6.
    Algo sangra, el tigre está cerca.
    SAMURAI
    Sin que el tigre me advierta
    logro entrar en la casa.
    La fiera duerme:
    eludo el charco de su baba negra.
    En mi sigilo, soy invisible casi;
    me he descalzado incluso
    de las plantas del pie
    junto al umbral.
    La boa construida en aros de compacto silencio,
    la nauyaca de vidrio lubricado,
    son, junto a mí, el estruendo.
    Pero el tigre adivina.
    Como en la selva sola de estertores constantes,
    de ruidos automáticos,
    los ojos de sus víctimas
    miran por él cuando se duerme:
    ha descubierto mi presencia
    en la intranquilidad traidora y cantarina
    del canario.
    8.
    Oigo al tigre rascar.
    Sonríe malignamente
    y se agrietan los muros
    —algún demonio hirviente
    ha inundado su cuerpo
    con pulgas de vitriolo—.
    Es bestia fiel este rayado azote,
    O mon cher Belzebuth, je t'adore:
    resguarda bien la casa,
    pero la cuida sólo
    para que nadie salga.
    Reloj de furia el tigre
    se desgarra a sí mismo
    cuando está solo demasiado tiempo,
    y la materia de su vista
    no es la luz
    sino la sangre.
    9.
    Duerme el tigre.
    La sangre de este sueño,
    gotea.
    Moja la piel dormida del tigre real.
    La carne entre las muelas
    requeriría mil años de masticación.
    Despierta hambriento.
    Me mira.
    Le parezco sin duda un insecto insaboro,
    y vuelve al cielo entrañable
    de su rojo sueño.
    10.
    Tigre atrapado en la vitrina,
    gime el mar
    detrás de la ventana
    Se contonea y maldice y ruge
    y se destroza contra los cristales,
    sangra cuchillos al herirse
    y grita y muge y silba y hace gárgaras.
    Envuelve y cañonea con su ronquido,
    tira zarpazos blancos,
    y teje los mejores encajes pasajeros.
    Se pone intolerable, aúlla, trota,
    marcha, empuja, cae, destruye,
    pero no le abrimos.
    Más tarde,
    cuando el sueño de ella
    es como el pozo más profundo,
    cuando sueña y me olvida,
    abro la puerta
    y miro cómo
    la desgarra el mar.
    11. POBRE DESDÉMONA
                          Oh, si las flores duermen,
                                  que dulcísimo sueño
                          Bécquer (naturalmente)
    La espalda de esta luz
    son esos sueños tuyos, amada,
    que duelen al soñarse
    y que hacen florecer las prímulas
    y azahares en tus flancos.
    Y caen del lecho moras
    de grueso jugo, cuando sueñas;
    y zarzarrosas crecen
    bajo el cojín de pluma;
    y tiernos gansos pican,
    bajo el tálamo, hierbas prodigiosas
    del sueño enternecido.
    Despiertas luego: me miras,
    descubres en mis ojos la muerte;
    ves en mi mano flores
    arrancadas al sueño que soñabas
    y se deshacen lentas,
    como el mundo del sueño
    que pasa a la vigilia,
    como el flotante polen del jardín distraído
    hacia los muladares.
    Los pelos de la burra
    en esta mano
    que ha de cortar tu vida.
    Vuelve a dormir, te digo,
    en un dormir sin sueño
    y sin campánulas.
    Las flores se diluyen plenamente;
    vuelven a ser remate de las telas.
    Los gansos vuelan torpes hacia el azul del techo.
    Las moras son tranquilas manchas
    de sangre remolida
    que el tigre deja ahora
    al balancear su hocico.
    Y ya no existe el sueño.
    12. EL CEPO
    Vacía la trampa de oro,
    sobredorada —el oro sobre el oro—,
    de esperar inútilmente al tigre.
    Oro en el oro, el tigre.
    Incrustación de carne en furia, el tigre.
    Mina de horror. Llaga fosforescente
    que atraviesa la sangre
    como el pez o la flecha.
    Rastro de sol.
    La selva se ilumina, abre sus ojos
    para ver pasar la luz del tigre.
    Y a su paso, Midas, las hojas, ojos
    flores desprevenidas, crótalos dormidos,
    ramas a punto de nacer,
    libélulas doradas de por sí,
    gemidos de cachorros,
    se doran, se platinan.
    Y el tigre pasa, frente a la trampa absorta,
    amada,
    y la trampa lo mira, dorándose, pasar;
    la fiera huele acaso
    la insolente carnada convertida en rubí,
    lame sus brillos secos de aparente jugo,
    pisa en vano el aterido resorte de cristal o nácar
    del cepo inerme ahora.
    Escapa el tigre
    y la trampa se queda
    como la boca de oro
    de niño frente al mar.

            El tigre en la casa, 1970
     



EDUARDO LIZALDE. (Ciudad de México, 1929)


Poeta, narrador y ensayista  mexicano. Estudió Filosofía y música en la Universidad Nacional Autónoma de México. Es uno de los grandes exponentes de la actual poesía mexicana. Ha ocupado diversos cargos en el campo universitario, artístico y cultural. Hizo parte del grupo poético fundado en compañía de Enrique González Rojo y Marco Antonio  Montes de Oca. Fue director de la Casa del Lago de la UNAM, director general de Publicaciones y Medios de la Secretaría  de Educación Pública, y director de Ópera del Instituto Nacional de Bellas Artes. Actualmente dirige la Biblioteca  Nacional de México. Su obra poética  iniciada con "La mala hora" en 1956, fue seguida por otras publicaciones entrelas que se destacan, "Cada cosa es Babel" en 1966, "El tigre en la casa" en 1970, "La zorra enferma" en 1974, "Caza mayor" en 1979,  "Tabernarios y eróticos" en 1989, "Rosas" en 1994  y "Otros tigres"  en 1995.  En 1984 le fue concedida la beca de la Fundación John Simon Guggenheim. Su obra ha sido distinguida con importantes galardones: el Premio Xavier Villaurrutia  en 1969, el Premio Nacional  de Poesía Aguascalientes en 1974, el Premio Nacional de Lingüística y Literatura en 1988,  y el Premio Iberoamericano  de Poesía Ramón López Velarde en 2002.


Fuente: www.amediavoz.com

domingo, 4 de agosto de 2013

¿Quiénes somos?

Sinestesia Revista es un espacio de Arte y Literatura. Nos enfocamos básicamente en publicaciones de artistas emergentes (Cine, Teatro, Poesía y Fotografía). Actualmente, la revista es un proyecto visto como espacio alternativo  e independiente que espera tener amplias colaboraciones a través de la web.